Salvajes e inocentes

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Los Inuit son un pueblo del norte del nuestro globo terráqueo, del ártico, que viven allí donde las noches duran cinco meses y el tiempo discurre al ritmo de la luna. Duermen en pequeños iglúes sobre el hielo, en familias reducidas pero muy unidas, y los besos se dan con la nariz… bueno o al menos eso era así antes de la globalización.

En 1960 el norteamericano Nicholas Ray sorprende al mundo del cine con este film coproducido por Italia, Francia e Inglaterra. A medio camino entre el ensayo cinematográfico y la ficción narrativa, nos cuenta al mismo tiempo las andanzas de un tosco esquimal (Anthony Quinn) y las costumbres y creencias de todo este pueblo que parece vivir en el paleolítico superior todavía. Con guión del propio director, parece que se dio un gran atracón de libros de antropología y una novela de Hans Ruesch de postre para filmar una película que, contrariamente a lo que se dice por ahi, no tiene paisaje apenas, pues la mayoría se rodó en estudios, y que supone una rareza tanto en la filmografía de Ray como en el cine de entonces.

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Aunque, curiosamente, a pesar del rigor y el énfasis en contarnos algunas de sus costumbres, el autor no muestra ninguna escena de caza de ballena, siendo este el animal más buscado por los inuits. Es más, se trata del de mayor prestigio, por cuanto la caza de una sola ballena basta para alimentar a una familia durante un año y porque su tamaño impone a cualquiera claro, y matar un bicho tan grande tiene que dar prestigio por fuerza.

Hay varios temas de un interés enorme que sí aparecen en el argumentario: el matrimonio y las relaciones sexuales, el suicidio de los ancianos, el infanticidio (de varones o de hembras) y sobre todo, el relativismo moral, entendido como la diferencia entre la moral de los inuit y la occidental; signifique esta última palabra lo que signifique.

Solía preguntarse -no sin cierta sorna- mi maestro, el filósofo Javier Muguerza, si había muchas éticas en el mundo, tantas como culturas, o bien, Ética, como madre, no hay más que una. Y este parece ser el gran tema de Los Dientes del Diablo y así, la distinta concepción entre la justicia occidental e inuit se hace patente cuando se produce la muerte de un hombre. Resulta chocante para el protagonista, para su cultura en suma, el que una muerte accidental ya lejana y que se hizo según razón para sus leyes, no se olvide para las otras leyes, las occidentales, y deba someterse al autor de la misma, a un proceso e incluso privársele de su libertad hasta que no se decida sobre él. El papel paternalista y protector del estado parece estar ausente dentro de la cultura inuit. Cabría preguntarse si es mejor la justicia esquimal que la occidental, la del «hombre blanco». De hecho, esto es claramente lo que quiere Nicholas Ray que nos preguntemos. Tengamos en cuenta que la vida de este director no fue precisamente un modelo de normalidad y que se pasó por el forro de las esencias algún que otro tabú social.

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Debo reconocer que fui un afortunado cuando en los años ochenta tuve la oportunidad de disfrutar de esta película en el cine, en pantalla grande, en una de esas reposiciones que de vez en cuando se hacían. Ahora, para escribir este texto la he vuelto a ver, claro, en dvd, y ya no me ha parecido lo mismo. Quizás es que los trucos, los efectos especiales, se han quedado obsoletos; o que el predominio de secuencias rodadas en estudios y no en escenarios naturales le da un aire raro y extravagante, muy poco natural. Sin embargo estos inconvenientes no desmerecen un film en donde lo importante está en el personaje principal: un bruto sin malicia pero capaz de salvarte la vida aunque no le caigas bien. Y la historia de este inuit, de «este hombre» como se llaman así mismo los esquimales, no decae en ningún momento, de verdad de la buena; que Nicholas Ray era un cineasta pasional y con oficio y sabía pintar con estilo sus planos, colorearlos de un poético y melancólico azul en este caso.

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